Por una educación política concreta
El reciente referendo sobre enmiendas constitucionales, la polifónica campaña educativa a favor del doble NO y el resultado mismo de las votaciones, han permitido observar, en parte, un interesante esfuerzo de educación política que hasta cierto punto afectó el resultado. No obstante, aunque muchos celebramos la mayoría de votos por el NO en ambas propuestas por lo que ello refleja de conciencia ciudadana inclinada a no permitir la reducción de los derechos constitucionales, no podemos estar seguros de hasta dónde los votos por el NO en ambas preguntas respondieron realmente a un conocimiento claro y concreto de las implicaciones de las enmiendas propuestas por el gobierno vigente. No es de extrañar que alguna proporción no pequeña de los votantes por el NO lo hicieran más motivados por propinarle una derrota al gobernador Fortuño que por una conciencia clara del significado y de las implicaciones de las propuestas. La gestión educativa a favor del NO en el caso de la limitación al derecho a la fianza fue más concreta y detallada que la del NO a la reducción en los escaños legislativos. Y, por supuesto, la elevada cantidad de votos por el SÍ en ambas propuestas nos da una medida de lo que falta por hacer en términos de generar una discusión pública educadora sobre ambos asuntos. El esfuerzo serio de educación política sí lo hubo, aunque bastante limitado. Su éxito relativo sugiere la deseabilidad de incrementar las concertaciones entre diversos grupos para dar continuidad a nuevos esfuerzos de educación política concreta. Algo que no sea simplemente pasajero para enfrentar con pura emotividad una jornada eleccionaria.
Elevar la cultura política del pueblo es una tarea prioritaria en cualquier país. Las transformaciones culturales suelen ser un requisito previo a las transformaciones en las estructuras políticas en el marco constitucional-legal de cada sistema político. Las estructuras, una vez fijadas, no cambian solas, sino por la voluntad concertada de muchos ciudadanos. Y para que esa voluntad aflore, cada vez más ciudadanos deben comprender cómo y por qué un cambio en alguna estructura política —o en el marco legal-constitucional del país— es necesario para procurar el bien común o, por ejemplo, para mejorar la calidad de la vida democrática.
Debido precisamente a que la Constitución de Puerto Rico de 1952 puso la iniciativa de los referendos o consultas electorales en manos de la Asamblea Legislativa —y dado que los intereses de la clase política que ha controlado la legislatura y el Gobierno interno de Puerto Rico en las últimas décadas se han ido distanciando de los intereses de la mayoría y del bien común— estas convocatorias, al plantear más a menudo la reducción de derechos ciudadanos que su ampliación, han provocado una tendencia defensiva en amplios sectores del pueblo: se vota NO porque no queremos trastocar o cambiar la Constitución y mucho menos si es para quitarnos derechos.
En ese contexto, lo que parece ahora más urgente y necesario en nuestro sistema político es aprovechar la incidencia de un referendo como el celebrado recientemente para iniciar una conversación pública —con una buena base de conocimientos políticos— para contribuir a que más ciudadanos comiencen a actuar de un modo proactivo: no sólo en términos de defender nuestros derechos constitucionales establecidos, sino también para atrevernos a reclamar derechos democráticos existentes en otras latitudes, no incluidos originalmente en nuestra constitución. Y como en estos esfuerzos es mejor poner primero lo primero, lo más importante, es vital que —pasadas las elecciones generales de 2012— los mismos grupos y sectores que hicieron ingentes esfuerzos por concienciar a los electores sobre las razones para votar NO en ambas propuestas, comencemos todos una campaña cívico-educativa a favor de enmendar nuestra constitución para ampliar los derechos políticos democráticos de los ciudadanos. Y el primer derecho político a reclamar es precisamente el de poder enmendar la Constitución de 1952 para autoproclamar el derecho de los ciudadanos a tomar la iniciativa en las consultas o referendos futuros, sin excluir, por supuesto, que también la Asamblea Legislativa pueda legislar las iniciativas de consulta que estime convenientes.
Todos debemos preguntarnos ahora: ¿Cómo es posible, que en plena segunda década del siglo XXI —y aunque ese derecho existe ya en diversos estados estadounidenses así como en otros países de nuestra región latinoamericana-caribeña, los puertorriqueños no nos hayamos dado todavía a nosotros mismos el derecho a proponer enmiendas constitucionales o a proponer consultas y referendos sobre asuntos públicos de primer orden? ¿Cómo explicamos que a estas alturas de la historia tengamos que depender de la iniciativa, el juicio, o incluso de los caprichos político-partidistas del Gobernador y de la Asamblea Legislativa, para que en nuestro país se celebre un referendo, una consulta democrática, mediante la cual sea el pueblo mismo el que determine con sus votos, no sólo si se va a enmendar o no alguna parte de nuestra constitución, sino incluso si se van a proseguir o no ciertas políticas públicas?
Este derecho democrático, llamado La Iniciativa, fue mencionado y en algún momento incluso propuesto por la Administración Rosselló, junto con el reclamo y la propuesta de una legislatura unicameral, como posibles enmiendas constitucionales para ampliar y mejorar la democracia puertorriqueña. No obstante, el comité de ciudadanos que trabajó entonces con el tema, presidido por Norma Burgos, decidió recomendar trabajar con la unicameral y posponer cualquier propuesta sobre la iniciativa y el reclamo —llamado también en algunos lugares referendo revocatorio. Adujeron que sería muy complejo trabajar con todos esos temas al mismo tiempo. El resto de la historia sobre cómo evolucionó la propuesta de la legislatura unicameral es conocida por todos: después que en un referendo convocado por la Asamblea Legislativa más del 80% de los participantes favoreció la unicameral, la mayoría legislativa no dio el próximo paso de plantear al Pueblo el contenido específico de la enmienda constitucional para establecer dicha unicameral alegando que la participación en el referendo había sido baja. Por ese criterio, el reciente referendo tampoco habría sido válido. Lo cual es, sin duda, un enorme dislate. En todo sistema democrático, los asuntos se deciden por mayoría de los votantes. Los abstenidos no pueden contar porque no hay manera de saber por qué se abstuvieron. Además, quien pudiendo votar NO a algo que considere lesivo a los mejores intereses del país no lo hace, entonces será porque el asunto realmente no le interesa o no lo considera tan importante, ni tan perjudicial al bien común como para expresar su oposición.
Una historia como esa ha podido ocurrir en Puerto Rico en pleno siglo XXI precisamente por la falta de educación política y de conciencia cívica entre nuestros conciudadanos. ¿Se imaginan cómo habría podido evolucionar esa misma historia en un sentido muy diferente si los puertorriqueños nos hubiésemos reconocido a nosotros mismos, constitucionalmente, el derecho a la iniciativa, a proponer el contenido de las preguntas en los referendos?
Generalmente en los sistemas políticos en los cuales se les reconoce a los ciudadanos el derecho a la iniciativa, la constitución o las leyes especifican un número abultado de firmas para que se pueda aprobar la propuesta de referendo que presenta un grupo de ciudadanos. Tiene que ser así para garantizar que la pregunta de la consulta sea realmente importante para los ciudadanos. Ahora bien, pensemos por un momento: ¿Se habrían conseguido firmas suficientes para requerir un referendo sobre la forma específica del sistema unicameral si nuestra Constitución tuviera allí consagrado el derecho a la iniciativa ciudadana? Me inclino a pensar que sí. De ese modo, la voluntad ciudadana no habría sido pisoteada como lo fue por la clase política que estuvo en control entonces de la Asamblea Legislativa.
Las hipótesis podrían multiplicarse si pensamos en asuntos medulares de política pública atendidos a su gusto egoísta por la clase política, muchas veces dándoles la espalda a los mejores intereses del Pueblo. Si los puertorriqueños hubiésemos aprobado hace algunos años el derecho constitucional a la iniciativa, ¿habríamos permitido que el actual Gobierno impusiera el proyecto del gasoducto a pesar de la oposición de amplios sectores del país? ¡Claro que no! Habríamos recogido las firmas necesarias para celebrar un referendo: gasoducto “SÍ” o “NO”. El NO habría vencido en el referendo y nos habríamos ahorrado más de 80 millones en dineros del pueblo malgastados por el gobierno en un proyecto equivocado, para beneficiar a un pequeño grupo de contratistas privilegiados. Habríamos además evitado daños al ambiente y, de paso, nos habríamos ahorrado escuchar y soportar la sarta de mentiras procedentes de los gobernantes —de la clase política— en torno a dicho proyecto, la más reciente de ellas proveniente de labios del propio Gobernador y desmentida por quienes más mandan en Puerto Rico: las autoridades federales. Algo similar habría podido ocurrir cuando ocurrió el tranque del Gobierno compartido en torno a la crisis fiscal. El IVU y su tasa específica habrían podido decidirse por el pueblo, o rechazarse de plano, en un referendo convocado al efecto por el propio pueblo.
Si deseamos que la educación sobre la necesidad de consagrar en nuestra constitución la iniciativa ciudadana sea realmente efectiva, los esfuerzos educativos y explicativos tienen que ser lo suficientemente concretos. El pueblo tiene que lograr palpar e imaginar cuánto y cómo habrá de beneficiarle el reconocimiento constitucional de ese derecho. Si una buena parte de la educación sobre las posibles consecuencias nefastas de una limitación en el derecho a la fianza fue efectiva ante el referendo convocado en agosto de 2012 por la Administración Fortuño fue precisamente por los ejemplos concretos de casos reales en los cuales no tener derecho a fianza habría resultado en graves abusos e injusticias para con personas inocentes. Y por que también se demostró con ejemplos muy concretos, y con el recuerdo de lo que ocurre día a día en el país, cómo las clases pobres y marginadas habrían sido las más perjudicadas de haberse aprobado la enmienda propuesta.
Igualmente necesitaríamos hacer con el tema de la representación legislativa. Se escuchan y se leen a menudo demasiadas generalidades sobre la necesidad de un sistema de representación proporcional pero vemos y oímos muy poco, casi nada, de educación política concreta sobre cuáles serían las repercusiones específicas y los beneficios para el pueblo —y para el Poder Legislativo de nuestro gobierno— si lográramos tal ampliación en la representatividad legislativa. También, por lo tanto, resulta necesaria una conversación pública sobre ese tema basada en el conocimiento político acumulado por la Ciencia Política y con ejemplos concretos de cómo ha funcionado en los países que han adoptado el sistema de representación proporcional. El inicio de algunas reflexiones importantes sobre esa otra ampliación democrática en nuestros derechos constitucionales habrá de ser materia para un próximo artículo del autor.
Publicado: 80grados
Por: Ángel Israel Rivera