Sin voz los pequeños migrantes
Detrás de cada historia de un padre o madre migrante sin documentos, hay escondida la de un niño al que se le vulneran sus derechos más elementales; lo mismo si sus progenitores lo llevan al nuevo destino o si lo dejan en su país de origen al cuidado de alguien.
El Artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece que los menores deben ser escuchados y sus opiniones tenidas en cuenta en aquellas decisiones que les afecten.
Sin embargo, a la mayoría de ellos “nadie les pregunta si quieren emigrar o no”, sostiene la abogada de asuntos de inmigración Julie Cruz, quien destaca que los menores no suelen tener voz ni voto sobre esa decisión aun cuando tienen que correr con las consecuencias.
En estos niños, según el doctor Norberto Liwski, ex especialista senior del Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes de la Organización de Estados Americanos, “la pérdida de referentes afectivos -padres, madres, abuelos u otros- aumenta la probabilidad de que no reciban el mismo cuidado de salud, alimentación ni la protección adecuada contra todas las formas de violencia”.
En su escrito “Migraciones de niñas, niños y adolescentes bajo el enfoque de derechos humanos”, Liwski destaca que muchos menores “viven en los países de destino sin documentación, violándose de esta forma sus derechos a una nacionalidad y a un nombre, dificultándose su acceso a los servicios de educación y salud, y haciéndolos más vulnerables a la trata y a las adopciones ilegales”.
Ese podría ser el caso de miles de los más de 800,000 jóvenes indocumentados a los que el gobierno estadounidense les abre hoy una puerta para adquirir un permiso de empleo por dos años, con posibles renovaciones, y quienes quizá ahora puedan comenzar a recuperar algunos de los derechos, oportunidades y sueños que le fueron arrebatados en la niñez.
La acción diferida del presidente Barack Obama, que entra en vigor hoy, podría beneficiar a inmigrantes que no hubiesen cumplido 31 años y estuviesen en territorio estadounidense al 15 de junio pasado, cuando se hizo el anuncio, y que hayan ingresado a Estados Unidos cuando eran menores de 16 años, estén estudiando o hayan culminado la escuela superior o su equivalente y/o hayan servido honrosamente en las Fuerzas Armadas y la Guardia Costera. No pueden haber sido sentenciados por delitos mayores ni faltas menores importantes, ni representar amenaza alguna a la seguridad pública.
“Esos jóvenes tendrán ahora la oportunidad de buscar un trabajo, a lo mejor conseguir su licencia de conducir, no se sabe si le darán autorización para viajar, pero tienen la oportunidad de salir del anonimato e integrarse a la vida”, añade Cruz, abogada de tres jóvenes inmigrantes entrevistados por separado.
Ernesto, quien llegó a la Isla cuando tenía cuatro años, ha pasado toda su vida con miedo a ser detenido y deportado a un país que no siente suyo y del que no guarda ni recuerdos. Para el joven de 22 años, la nueva medida migratoria a la que espera poder acogerse, le permitirá sentirse “más libre y más seguro de caminar por la calle”.
A Noelia, mientras, le parece “injusto” que la medida no cobije a los que, como ella, llegaron a los 17 años, cuando aún no había alcanzado la mayoría de edad. “El asunto se discutió antes de venir porque somos una familia muy unida, pero yo no tuve la oportunidad de escoger si quería quedarme” allá.
Patricia, en tanto, no tendrá que hacer uso de la medida migratoria porque, ante la angustia que le provocaba su realidad de indocumentada, se casó a los 18 años.
“Adelantamos los planes (de boda) para poder seguir juntos”, expresa la joven de 23 años, para quien la nueva opción migratoria “permite que uno no se apresure y no tome pasos importantes por necesidad”.
A los miles de jóvenes indocumentados que no recibirán el cobijo de esta medida -que no es una amnistía ni es la garantía de una residencia-, Patricia les exhorta a “que no tengan miedo porque ellos no son delincuentes, que no se sientan menos que nadie y que no se rindan. Ya dieron el primer paso y ahora es cuestión de seguir sus sueños”.
Por Lilliam Irizarry / Especial para El Nuevo Día