Una conversación tierra adentro
La distancia entre Adjuntas y Hato Rey no es grande, dependiendo de cómo se calcule. Ciertamente, la extensión de la brecha depende de quién mide y qué se observa. Hace unas semanas tuve la oportunidad de hacer mis estimados durante una primera visita a Casa Pueblo, un espacio inspirador que sirve como estándar para un punto de partida.
El viaje en automóvil por la ruta del sur fue breve. Creo que el sueño mañanero, el paisaje lindo y variable, y las conversaciones con Mike y César contribuyeron a acortar la travesía. En el camino iba repasando mi presentación e ignorando la ansiedad de hablarle a un grupo de líderes comunitarios que luchan constantemente contra la desidia, y que han sobrevivido grandes batallas y a numerosos oradores que esbozan todo tipo de propuestas.
A primera vista, la tarea de hablar sobre la situación económica de Puerto Rico me pareció sencilla pues no sería mi primera vez y muchos en la Isla se han acostumbrado a recibir malas noticias. No obstante, al poco tiempo caí en cuenta de que el ejercicio era más complicado pues la convocatoria de la Fundación Agenda Ciudadana era distinta. A los organizadores y anfitriones no les interesaba producir un pasadía campesino para darse palmaditas en la espalda, ni un festival nacional de quejas. Los invitados iban a esbozar respuestas a problemas complejos, y a tratar de alinear agendas pues se darían cita algunos banqueros “sensibilizados” y líderes del tercer sector. Ello con el fin de fomentar un diálogo “transectorial” para la redacción de un Plan Nacional de Desarrollo Económico Sustentable.
Como estudiante doctoral de planificación, me atrajo la idea de contribuir en la redacción de ese plan pero me asaltaba la sospecha. En Puerto Rico los planes “sostenibles” o “sustentables” están moda y se han proliferado como las urbanizaciones cerradas en los noventa y los consultores de pacotilla. No obstante, muchos amigos y conocidos me reclaman: “Eso que tú estudias es lo que hace falta en este país”. ¿En qué quedamos?
Es fácil enredarse, pero la claridad llega con una distinción clave: el plan y la planificación son cosas distintas. La primera es una herramienta y la segunda un proceso. Se retroalimentan e idealmente van de la mano, pero en el terruño se han producido más planes que procesos de planificación. El plan se piensa como un documento frío y técnico, la síntesis de una recolección de mapas, estadísticas y opiniones (a veces ciudadanas). Por otro lado, y erróneamente, el proceso de planificación se asocia mayormente con los pasos que nos acercan al mamotreto práctico. Raras veces se considera que la planificación es un ejercicio político (y muchas veces partidista) donde se debaten distancias, visiones comunes y diferentes sobre lo que significa el desarrollo. A veces desembocan en una serie de resoluciones y documentos de trabajo, en desaires y hasta en trifulcas catárticas a grito limpio.
A Casa Pueblo llegaron personas interesadas en formar parte de un proceso de planificación. Teniendo el primer turno al bate, me enfoqué en proveer datos y análisis que ayudasen a formular posiciones, a desbancar mitos y a facilitar el diálogo reflexivo. La estrategia general no era echar sal sobre las heridas del país o asignar culpas—una práctica habitual en estos días, que abona poco a ejercicios creativos—sino repasar algunos de los retos más apremiantes e identificar posibles salidas del atasco.
La ruta de mi relato inevitablemente pasó por el callejón de la amargura al hablar sobre el deterioro productivo, el abatido mercado laboral y la terrible desigualdad de ingresos en la isla. También anduve por caminos empinados al resaltar el cuadro demográfico actual y sus consecuencias. Pero en el trayecto fue necesario desmitificar algunos reclamos populares. Contrario al mensaje conservador que se repite sin pudor, la vagancia no impera en nuestro territorio. Si bien hay muchas personas fuera del mercado laboral formal, también hay gente sudando la gota gorda por debajo de la mesa. Por otro lado, pedirles a los desalentados y desempleados que salgan a trabajar es un reclamo descarado al considerar que ha habido una reducción drástica en el número de empleos disponibles. En la misma onda, decir que los migrantes boricuas han creado un boquete poblacional y que son unos desertores infieles es irresponsable cuando se toman en cuenta otros factores: la baja tasa de fertilidad y las aportaciones que hacen desde la diáspora.
Aunque no sorprendió a muchos en un pueblo campestre, mi propuesta esperanzadora fue bien recibida en Casa Pueblo: una posible salida del túnel llega a la tierra. Hoy no tiene un peso considerable en nuestras cuentas nacionales, pero el sector agrícola posee mucho potencial gracias a la producción orgánica, nuevas tecnologías, y la visión de agroemprendedores que han descubierto nuevos nichos en la cadena alimenticia. Sin embargo, el desarrollo del sector requiere mucho apoyo y buenas instituciones de coordinación que faciliten su crecimiento.
Cuando ya casi se acababa mi turno, propuse una definición del concepto desarrollo que ayudase a encaminar el diálogo. Más que un resultado particular, una cifra medible o una etapa específica en la carrera hacia el progreso, el desarrollo es un proceso que busca fomentar transformaciones en el trayecto hacia unos objetivos comunes. Un buen ejercicio de planificación puede desembocar en la definición de unos propósitos colectivos. Pero como recientemente me recordó un querido profesor universitario, los distintos sectores que acuden a la conversación tienen que compartir un principio básico: a la mesa hay que sentarse dispuestos a ceder algo, no a salir a ganando. Lograr que algunos líderes, especialmente los del sector privado, adopten este principio significa comenzar a cerrar el trecho entre Adjuntas y Hato Rey.
Por: Deepak Lamba-Nieves / Estudiante doctoral en MIT e investigador del Centro parala Nueva Economía